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Los múltiples rostros de la novela política en castellano han demostrado ampliamente el sentir ecuménico que une a nuestras pequeñas sociedades. El deber ser de la creación político-literaria hoy, está profundamente ligada a la capacidad de hacer de las vivencias humanas un reflejo trascendente de lo que hemos sido y somos, y por lo tanto se extiende a nuestra patria superior que es el lenguaje.

 

      En este sentido, podemos encontrar obras imprescindibles para entender el carácter político y la interpretación social que tienen ciertos fenómenos. En Conversación en la Catedral del Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, la pregunta nos llega; vecina acaso de nuestros propios pensamientos y como una idea beligerante de lo perdido: ¿En qué momento se jodió el Perú?

 

     Y por extensión también podemos preguntarnos ¿En qué momento se jodío mi País? (sin importar cuál sea, ya que las problemáticas de nuestros países, bien sea la corrupción o el crimen, nos hermana –tristemente- en una irascible comunión con la desgracia).

 

     Yo, El Supremo del Maestro Augusto Roa Bastos, es otro de los retratos; más contundentes de la problemática burocrática, la pedantería y el desdén de los Actores Políticos y la enfermedad -incurable quizá-, que genera el poder en los hombres sin consciencia.

 

     Los cambios relativos a la estética y al contenido de la escritura hispana, han trascendido por sobre la brecha temática, histórica y documental. Es por esto, que la novela política ha sufrido una eclosión renovadora que les ha permitido a los autores describir el mundo tal y como es, en medio de las dinámicas del lenguaje y de la memoria social. De aquí que García Márquez dijera: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y como la recuerda para contarla”.

 

     Ahora bien, lo que nos convoca ahora, es el concepto - necesario quizá-, que plantea Arturo Pérez-Reverte en su novela Hombres Buenos.

 

     Ante la duda creciente que aflige a los pueblos, acerca de los estamentos políticos y de las dinámicas en las que confluye el poder, esta novela; que marca (idealmente) un camino hacia la interpretación de los personajes como actores reales de un mundo, permeable al cambio y al mejoramiento, así como a la reticencia y al olvido, implica del mismo modo, un juego que potencia las posibilidades narrativas y la trama oculta de la novela.

 

     El autor, ha reivindicado el mensaje sutil que se emancipa espontáneamente del corpus del texto al leer entre líneas. Lo que existe ciertamente en nuestros países es una necesidad palpable de hombres buenos que se enfrenten al ultraísmo desgraciado de la corrupción, la adversidad y que aún en medio de los avatares de la duda, inscriban en la memoria colectiva la esperanza inmarcesible de transformar al mundo y al hombre en sí mismo.

 

     Esta tarea, que encontramos ahora, sensiblemente atada al valor de las palabras y la curiosidad, podría parecer optimista e ingenua. Inclusive podríamos recordar que Bertrand Russell dijo alguna vez: “Optimista es en la actualidad el hombre que juzga posible que el mundo no se eche a perder aún más; suponer que puede mejorar en el futuro próximo solo puede hacerse gracias a una ceguera voluntaria”. Y sin embargo, la lucha creativa, común a los “optimistas” puede también, como en el caso de la pregunta de Vargas Llosa, extenderse a todos los pueblos hermanos de nuestra lengua.

 

     El contexto Español que inspira al escritor, es legible en la crítica social que realiza a aquellos que, usurpando los poderes de la burocracia, han abandonado el amor por la belleza y la cultura, esto es, un gobierno lastimero que se viste de gala para desenterrar los huesos de Cervantes y cuya obra olvidará como lo ha hecho paulatinamente por más de doscientos años.

 

     En esta novela, parece nacer un eco abrazador con el que emprender nuevas empresas y prestar el rostro (siempre atento), a la posibilidad de destruir lo que ha diezmado el concepto político y la memoria histórica-social que nos reúne a todos en la desesperación pero aún más en la común esperanza de que –tal vez- luego de esta abominable crisis del hombre actual, podamos prestar nuestra voz a una simple frase; que no obstante podría cambiarlo todo: Aún quedan Hombres Buenos entre nosotros.

 

 

Bogotá D.C, 2015

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Hombres Buenos
 o la Virtud del Optimismo

Por: Arturo Hernandez

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